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Esta página está dedicada al escritor, David Lizandra Ibáñez, que publica su primera novela "El Veneno de los Templarios". Por aquí os mantendremos informados tanto de la presentación de esta novela en las distintas localidades, como de los eventos que se organicen a partir de esa fecha.

CAPÍTULO I.

Abrí los ojos, respiré hondo y sin mover ni un solo músculo, intenté captar movimientos a mi alrededor aunque algo me decía que si alguien, o algo, había estado allí esa noche, se había marchado. Poco a poco me fui incorporando como si temiera romperme. Giré la cabeza a un lado, luego al otro y me tranquilicé, definitivamente estaba solo. Durante un buen rato permanecí apoyado en el cabecero de la cama esforzándome en recordar como había vuelto a casa y qué había hecho la noche anterior, pero no tuve demasiado éxito. Un insoportable dolor de cabeza y un dolor ardiente en la parte superior de la espalda a la altura de la base del cuello, tuvieron la culpa de que no pudiera centrarme en buscar entre mis recuerdos recientes, al tiempo que me servían para confirmar que la noche debió ser agitada.

Únicamente cuando asumí el hecho de que mi dolor de cabeza no iba a remitir hasta que recibiera la inestimable ayuda de un analgésico, entendí que ese era el momento apropiado para levantarse. Me senté en la cama, busqué con la mirada las pantuflas que siempre utilizaba para estar en casa y que tenían por costumbre aparecer en los lugares más inaccesibles, pero que esa mañana por alguna extraña razón, se encontraban perfectamente alineadas frente a la mesilla de noche. Salí de la habitación, miré detenidamente en la sala de estar, en el baño y para terminar, abrí la puerta del cuarto trastero y todo en la planta inferior parecía estar en orden.

Subí al piso de arriba sin prisa, directamente a la cocina y después de colocar la cafetera en el fuego,  salí al salón. Allí también parecía estar todo en orden aunque todavía no había encendido las luces y estaba sumido en una penumbra casi total. Aparté las cortinas, abrí las contraventanas y el sol lo iluminó todo. Mirando a través de la ventana, pude ver como el sol apenas había traspasado el umbral de las montañas e inconscientemente pensé que debían ser sobre las nueve media. Cerré los ojos, respiré hondo, sentí la tibieza de los rayos de sol de la incipiente primavera en la cara y me sentí bien, era reconfortante comenzar así el día. A mi derecha, en la chimenea todavía quedaban rescoldos del día anterior, me acuclillé frente a ella y aticé las brasas para ayudar a dejar el ambiente más caldeado.

El silbido de la cafetera me sacó del trance, volví a la cocina, eché café en la taza, me tomé el paracetamol como me había propuesto en la cama y me dispuse a salir a la calle. La llave no estaba sobre la mesa del salón, donde solía dejarla siempre en cuanto cerraba la puerta. Bajé la manecilla y la puerta estaba cerrada únicamente con el resbalón. Era raro, no recordaba haberla dejado nunca sin echar la llave por la noche.

 Fuera, la temperatura era de unos escasos diez o doce grados y era muy agradable recibir el abrazo del sol. Avancé unos pasos y me dirigí a mi derecha, hasta lo que antiguamente fue una era y que ahora hacía las funciones de una rústica plaza. Las vistas desde ahí, aunque yo estaba acostumbrado a disfrutarlas todos los días desde que tuve uso de razón, eran de una belleza inigualable. Apoyado en la valla de madera que delimitaba a la era, se podía ver el valle deslizando sus suaves formas hasta llegar al río y comprobar como en el paisaje se iban alternando los diferentes tonos de verde al ir cambiando los tipos de vegetación. Para acabar de aliñar esta ensalada de sensaciones y predominando por encima del resto de los sonidos naturales, se escuchaba el agua del manantial que corría unos metros por debajo de mí, en una caída desde casi un metro hasta chocar contra las rocas del fondo del pequeño cauce. Cerré los ojos y respiré hondo un aire puro, intenso y cargado de matices. Sin hacer ningún esfuerzo, podía distinguir el aroma acre de tierra mojada, el de hierba húmeda, el de los pinos cercanos y todos ellos, entremezclados con el familiar olor del humo de la chimenea.

Esa casa había pertenecido a mi familia desde tiempos inmemoriales, su núcleo principal tenía más de ochocientos años, aunque durante el paso de los años se fue dividiendo entre los descendientes, se le añadieron estancias y se mejoraron las existentes, pero aún así, seguía emanando un halo de misterio. Había sido edificada en la ladera de la montaña y tenía cuatro alturas a las que se accedía por dos puertas situadas a diferentes alturas y en diferentes fachadas. Por la puerta principal, accedíamos al salón. Una gran chimenea lo presidía y desde allí cuatro puertas nos llevaban a una habitación, a la cocina, a un pasillo que llevaba hasta otras dos habitaciones y al piso superior y  finalmente, a la escalera que bajaba al piso inferior.

Del piso superior, poco que decir. Una planta totalmente diáfana, que albergaba todos los trastos que se habían ido acumulando durante las últimas generaciones. Podíamos encontrar cualquier cosa inservible, desde una antigua bañera, hasta ventanas, pasando por viejos periódicos, azulejos, aperos de labranza de mis abuelos, juguetes, muebles, sofás y un sin fin de trastos esperando allí el final de los tiempos.

El piso inferior y el sótano tienen más historia, pero será en otro momento.

El dolor de cabeza casi había remitido cuando abrí los ojos y de nuevo me sentía bien. Aunque había dejado de fumar hacía ya mucho tiempo, no me importa reconocer que un cigarrillo en ése momento me habría sentado genial. Pase el tiempo que pase sin tragar humo, un fumador siempre seguirá siendo un fumador.

Me di la vuelta apoyando la espalda en la valla y fijé la vista en la casa. Estaba recién pintada de un blanco inmaculado y la parra de uva moscatel que mi padre, pacientemente, fue llevando año tras año por la pared, estaba dando sus primeros brotes del año. Toda la parte inferior de la fachada, estaba recubierta de piedra gris azulado, igual que el poyo que bordeaba la parte inferior de la pared. Desde esa perspectiva, desviando un poco la vista hacia la derecha, estaba el cobertizo que hacía las veces de almacén de leña, garaje y de barbacoa dependiendo del momento. Justo frente a la puerta de la casa y en el lateral de ese cobertizo, había un pequeño jardín con otra parra, que también se encargó mi padre de enredarla por la parte superior de la construcción y frente a la parra, un rosal velaba en silencio por la memoria de mis padres. Aquella era la tierra de mis mayores y de alguna manera que no podría explicar, yo estaba ligado a ella de una forma muy especial.

 -Daniel, tenemos que hablar- esas palabras pronunciadas a mi espalda con  una voz fuerte y profunda, me sacaron de mi abstracción. No necesité girarme para saber a quien pertenecía esa voz. A mis casi 30 años de vida, la mayor parte pasada en ese pueblo, no recordaba haber cruzado más de cuatro palabras seguidas con Aurelio, aunque era una visita habitual a la casa mientras vivieron mis padres y por ello, lo conocía desde siempre.

 Me giré y ahí estaba. Su cuerpo era de constitución fuerte y sus movimientos, a pesar de tener más de 70 años, denotaban una agilidad felina. Tenía un semblante solemne. Nunca, hasta hoy, me había fijado en sus duras facciones, en su rostro anguloso quemado por el sol, en la firmeza de su mirada, en sus manos grandes y fibrosas.  Su voz retumbó de nuevo -Desde el mismo día en que murió tu padre, he estado esperando a que llegara este preciso momento. Ayer mismo se cumplió la última condición y ahora espero poder estar a la altura que merece éste acontecimiento-

Esas palabras lograron captar mi atención y acabaron de raíz con la caraja de la mañana. Le señalé con el dedo índice la mesa que siempre teníamos dispuesta en la calle -siéntate- dije -y espérame porque creo que esta conversación se va a alargar y tendremos que acompañarla-

 En esta tierra, nunca se había considerado buena educación tener una conversación sin algo que echarse al estómago. Fui a la cocina y preparé un plato con queso y otro con "frito", una botella de vino de la tierra y dos vasos de barro cocido.  El "frito", era una ingeniosa y antigua forma de conservar la carne del cerdo de las matanzas durante todo el año muy típica de la zona, primero se freía la carne y a continuación, se metía en tinajas de barro sumergido en aceite. Claro que aquello no era lo más sano para mi incipiente colesterol, pero como tantísimas veces oí decir a mi madre, me dije -un día, es un día- y si alguna ocasión pintaba propicia para propasarse, no tenía ninguna duda de que la estaba viviendo precisamente en ese momento.

 Aurelio se había sentado en el poyo que había debajo de la parra, pegado a la casa.  Tenía los codos apoyados en la mesa y las manos entrelazadas debajo del mentón, con la mirada perdida en el infinito. Con toda seguridad, estaba eligiendo las palabras adecuadas para decirme aquello por lo que había venido.

 Dejé los platos, los vasos y la botella sobre la mesa, serví vino en los vasos y me senté frente a él expectante.

 -Daniel- su voz volvió a retumbar en mis oídos -¿desde cuándo nos conocemos?-

 -No lo sé Aurelio, tengo la sensación de que has estado siempre ahí y que a pesar de que nunca hemos hablado demasiado, te conozco desde que tengo conciencia- le contesté.

 -Bien- prosiguió -las cosas no siempre han sido como las sientes..... Hubo un tiempo en el que tus antepasados comenzaron a dirigir el destino de las gentes de estas tierras. Un tiempo duro donde la gente se ganaba el respeto más con la espada que con la palabra y en el que los errores se pagaban con la vida muchas más veces de las que serían deseables- Hizo una pausa con la mirada perdida en las montañas que nos rodeaban, se metió en la boca un buen trozo de "frito" y otro de pan, lo masticó, dio un sorbo de vino y sin siquiera mirarme, continuó.

 -En ése tiempo, un antepasado tuyo- levantó la vista hacia el cielo como si necesitara que el altísimo evaluara el significado de sus palabras y como no llegó la respuesta, se auto-respondió complaciéndose -Sí, podemos definirlo de esa forma- bajó la vista hacia sus manos, esbozó una sonrisa y siguió -Como te decía, un antepasado tuyo, cambió su destino y el de toda su estirpe para servir a una causa fuera de lo común-

 Me dió por pensar, mientras miraba a mi interlocutor, que hablar le estaba produciendo hambre, porque volvió a dar un buen sorbo de vino,  se metió un trozo de queso casi entero en la boca y mientras le llenaba de nuevo el vaso, masticó brevemente y siguió con su monólogo.

-A mediados del siglo XIII, los templarios de toda Europa empezaban a ser perseguidos por los poderes fácticos del momento. Desde tiempos atrás, acumularon riqueza y poder. Eso hizo que además apareciera la envidia entre los nobles. Se estaba preparando un alud imposible de detener- Hizo otra pausa, se le veía muy nervioso, sacó un paquete de cigarrillos, me ofreció uno a lo que le hice un gesto negando con la cabeza. Puso uno en su boca, lo encendió, dio una gran bocanada y mientras echaba el humo y cruzaba su mirada con la mía, prosiguió.

 -En aquel tiempo la reconquista de España a los árabes estaba muy avanzada, aunque en estas tierras todavía había un gobernador almohade, Zeit Abu zeit,  que  curiosamente, vivió aquí mismo y esta fue su casa- Levantó la vista hacia la casa, dio otro sorbo de vino, me miró sonriendo y añadió -en cierto modo, tu antepasado-

 Esa afirmación me sorprendió. Había escuchado historias sobre Abu zeit en el pueblo, pero nunca pude imaginar que yo era "casi" descendiente suyo y evidentemente la sorpresa se debió dibujar en mi rostro, porque Aurelio permaneció callado unos segundos, seguramente esperando alguna pregunta que no llegó, al menos no en ese momento.

Después de un silencio que se me hizo eterno, roto sólo con el sonido de los sorbos de vino y de los bocados a un trozo de costilla de Aurelio, me miró, me señaló con el dedo y me dijo -Tú eres el heredero y es hora de que sepas cuál es el destino que D. Jaime I eligió para ti-

 Hizo otra pausa,  dio dos caladas compulsivas a su cigarrillo, lo tiró al suelo,  lo pisó con el pie y mientras echaba el humo al unísono por la boca y la nariz, prosiguió -Abu Zeit, se convirtió al cristianismo con el nombre de Vicente Bellvis, porque así lo quiso Jaime I. El acuerdo fue que a cambio de continuar siendo gobernador de estas tierras, tenía que criar como suyo a  un bebé que le entregó en custodia y formarle a él y a todos los primogénitos de su descendencia como guardianes de un gran secreto templario. El niño en cuestión, era el hijo de Jacques de Molay, el último gran maestre templario muerto en la hoguera poco después. Nadie osaría sospechar que un musulmán reconvertido era el guardián de uno de los grandes secretos de los cruzados. Y aquí estoy ahora, sentado con el último de esos descendientes- me sonrió, tomó el enésimo sorbo de vino -¿recuerdas algo de lo ocurrido anoche?- me preguntó ya un poco más relajado.

Repasé mentalmente lo ocurrido la noche anterior, pero todo estaba muy difuminado. Recordaba que vino a buscarme Carlos después de comer. Tomamos café en la misma mesa donde estábamos sentados ahora. Hicimos planes para la fiesta de esa noche y nos despedimos a eso de las seis de la tarde. Cuando se fue, había  refrescado ya, así que encendí un buen fuego y permanecí un rato absorto frente al hogar, mirándolo. Luego me duché, me vestí con unos vaqueros y una camiseta, me até a la cintura una sudadera y salí de casa sobre las diez de la noche. Recordaba a mucha gente en el bar y como nos servían la cena y la insistencia del camarero en particular, pero de todos los comensales en general, para que tomara unos canapés de una especie de paté, que nadie había probado. Finalmente accedí y a partir de ahí, todo era nebuloso.

 Di un sorbo de vino y me centré en recordar. Estuve un buen rato exprimiendo mi memoria y de repente se hizo la luz. Miré a Aurelio, me asintió con la cabeza sonriendo de nuevo.

Recordé a muchos hombres del pueblo, a mi gente, incluso a gente que no conocía, todos vestidos con unas largas túnicas rojas con una gran cruz blanca templaria en el pecho y una capucha cubriendo sus cabezas. Muchos llevaban unas largas espadas recordando a las de los antiguos caballeros templarios. Yo los veía desde abajo a arriba porque estaba tumbado en una mesa. Notaba el aceite, con el que me habían ungido, resbalando por mi frente. Miré a Aurelio -El maestro de ceremonias era un desconocido, pero tú le acompañabas. ¿Quién era?- le pregunté.

Aurelio asintió -En ausencia de tu padre y hasta que tú fueras ungido, yo era el escudero accidental de nuestra orden, la orden de San Juan. Título que dejo de buen grado en tus manos para siempre. En cuanto al desconocido al que te refieres, es el actual gran maestre de los templarios, Gerard Fourneau. Vino desde Francia expresamente para ungirte y se marchó nada más acabar la ceremonia. Prometió volver pronto para conocerte mejor-

Su voz, se hizo aún más solemne -Lo de ayer, sólo fue una ceremonia de iniciación, ahora tienes la señal de los templarios en tu espalda, has pasado el umbral, eres todo un caballero templario y lo realmente importante comienza ahora y  créeme si te digo que estás más preparado de lo que imaginas. Tus padres, que Dios los tenga en su gloria, quisieron mantenerte al margen de tu destino mientras no fuera imprescindible conocerlo, pero así y todo, te dieron de forma encubierta toda la información y todo el entrenamiento que necesitarás para desempeñarlo-

Se hizo un silencio y mi mente aprovechó para volar entre mis recuerdos, muchos de los cuales tomaron un nuevo cariz. Recordé unos larguísimos paseos con mi padre por todos y cada uno de los caminos de los alrededores. Como me enseñó a caminar en absoluto silencio para sorprender a jabalíes, zorros y cabras hispánicas, como me enseñó todos los escondrijos en muchos kilómetros a la redonda, como visitamos las antiguas minas del valle haciéndome memorizar todos y cada uno de sus innumerables pasadizos, como me entrenó, casi como un juego, a utilizar todo tipo de armas, desde armas blancas hasta las armas de fuego, hasta que convertí su uso en movimientos reflejos.

 Un golpe seco de Aurelio, dado sobre la mesa con el vaso, me devolvió a la realidad.

-Tu familia nunca fue lo que se esperaba de una estirpe de templarios. Durante toda la historia, han tenido que disimular lo que eran, precisamente para evitar ser descubiertos por quienes podían intuir lo que estaban custodiando. Incluso tu unción como templario se hizo a traición, sin avisarte de lo que te llegaba. Tampoco se mostraron especialmente religiosos ante la mirada de la gente, ni guardaron el voto de castidad de los templarios- me guiñó un ojo, dibujó una sonrisa en su rostro y continuó –tú eres la muestra más evidente de ello. Pero siempre fueron muy conscientes de lo que la historia les había puesto en sus manos-

Durante unos segundos o  tal vez durante unos minutos, permaneció pensativo, sin decir nada. Luego se levantó bruscamente -Tenemos mucho trabajo que hacer Daniel y tenemos que hacerlo antes de que los acontecimientos nos atropellen, porque te tocan vivir los peores y más peligrosos momentos de vuestro legado familiar. En ningún momento de la historia, la lucha de los cruzados contra los sarracenos ha sido un tema de tanta actualidad como ahora, con el auge del estado islámico en el medio oriente. Mañana pasaré a recogerte temprano, tenemos poco tiempo y muchas cosas que hacer. Saldremos a caminar por la montaña y a recuperar algunos enseres. Coge ropa de abrigo, algo de comida y cálzate las botas-

 Apuró de un sorbo el vino, cogió el último trozo de "frito" del plato esbozando un -No vamos a dejar que el último trozo se aburra ahí solo- y sin más palabras, se marchó camino abajo. 

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